No es hombre, ni mujer, ni heterosexual, ni homosexual, ni
transexual, dice. Brillante filósofa y ensayista, relata su viaje de niña bien
de Burgos a icono del movimiento transgénero. Beatriz Preciado, nacida en 1970,
cree que el sexo mueve el mundo. Nada muy original, si no fuera porque ha
elaborado toda una teoría filosófica según la cual la búsqueda del placer es
hoy, superado el capitalismo industrial, el objeto básico de producción y el
valor de cambio en el mercado: lo llama 'régimen farmacopornográfico'.
Discípula de los filósofos Michel Foucault y Jacques Derrida, se declara
tránsgenero. Una denominación que supera las distinciones entre hombre y mujer;
homosexual y heterosexual; intersexual y transexual. Todas las clasificaciones
le quedan "estrechas". Prefiere el calificativo queer (maricón,
tortera), un insulto que algunas minorías sexuales adoptan como suyo para
reafirmar su divergencia. Profesora de Técnicas del Cuerpo en París, vive allí
con su novia, la escritora y directora de cine francesa Virginie Despentes.
Se mueve por el Centro Pompidou de París como Pedro por su
casa. El escenario le va al pelo. Alta, andrógina, alternativa. Experimental.
Preciado no tiene reparo, como el edificio del museo, en exhibir sus interioridades
para explicarse a sí misma y al mundo. Autora de ‘Manifiesto contrasexual’, una
especie de Biblia del movimiento transgénero o queer, y de ‘Testo yonqui’,
donde explica los efectos que provoca la autoadministración de testosterona en
su vida sexual, esta filósofa a puertas de los 40 años vive como piensa y
piensa cómo vive. En constante revolución contra las normas que determinan
políticamente el sexo, el género, los modos de buscar y obtener placer.
Filósofa, activista alternativa y profesora de la Universidad París VIII, acaba
de quedar finalista del Premio Anagrama de Ensayo con ‘Pornotopía’, un ensayo
sobre el imperio Playboy.
Iba a un colegio de monjas, pero nunca tuve problema por ser
distinta. Cuando me decían qué quería ser de mayor, respondía: hombre. Me veía
como hombre porque ellos tenían acceso a las cosas que quería hacer: astronauta
o médico. Nunca lo viví como vergonzoso ni traumático, era algo a lo que creía
tener derecho. De niña, hasta tenía una hucha para hacerme un cambio de sexo.
Simona, una maestra con un hijo autista, reclutó a niños con problemas y creó
una clase: ‘El grupo G’. Autistas, superdotados, raros. Ocho marcianos feos y
atroces. Terribles, pero mimados. Adoraba a mis profesores, eran muy abiertos
para como era yo.
Mi padre era un empresario respetable. Mi madre, costurera
de novias. Soy hija única. Imagino que esperaban otra cosa de mí. Son
religiosos y de derechas como se es de derechas en Burgos, de forma
irreflexiva, porque toca. En ese contexto fui rebelde, pero no porque me lo
propusiera, sino porque cada cosa que hacía escandalizaba. Yo era un ovni, sí,
pero no lo viví como algo que ocultar. Lo más duro para mí es ver cómo la gente
se deja reprimir. Siempre ha tenido algo político. Daba charlas a los niños para
decirles: hagamos esto, organicémonos. Yo no me dejé reprimir, pero sí han sido
dolorosas las rupturas con mis amigos o mi familia cuando no aceptan lo que
para mí es natural. Con mis padres ha sido una larga pedagogía. Mi carácter no
es el más tolerante. Ahora pienso: os tolero en vuestra manera de ser, qué voy
a hacer. Pero entonces fue muy intenso. Con 16 años fui con el grupo G a
Filadelfia y volví con la idea de hacer filosofía política. Yo era muy de
ciencias, quería hacer biología genética. Pero en bachillerato me di cuenta de
que las cuestiones a las que quería responder no iban a resolverlas con la
biología, y que ese otro lugar era la filosofía.
Quizá el origen de todo sea el cuerpo, pero no como
organismo natural, sino como artificio, como arquitectura, como construcción
social y política. Eso que siempre imaginamos como biológico -la división entre
hombre y mujer, masculino y femenino- y que es una construcción social. Me
interesa la dimensión técnica de eso que parece natural.